Susanna Rafart (Leer, febrer de 2000)
Uno de los temas que, con mayor riqueza de perspectivas, ha encarnado la última novelística del siglo es el papel del narrador en nuestra sociedad. El terreno de nadie que es capaz de crear el texto de ficción ya era una de las preocupaciones de autores dramáticos como Pirandello, o de novelistas como el Gide Los falsos monederos, por poner sólo dos ejemplos. Enmarcar lo que tiene de pirueta el papel de fabulador en un espacio circense ya responde a una escenografía cinéfila. E italiana, por supuesto. Pasqual Farràs, en La mort del fabulador, construye una verdadera parábola del mundo del escritor. El protagonista inicia una huida cuyas causas se desconocen para luchar por un lugar en la absurda existencia de un grupo de circo. Satisfecho con las tareas más bajas que se le ofrecen su silencio acaba tergiversando el orden de ese caos controlado bajo las lonas. Su función sólo la descubriremos al final de la novela. El narrador y protagonista cobra presencia con la primera persona a lo largo de la historia, a cuyo término se convierte en personaje invisible que puede desplazarse libremente ignorado por los demás.
Este es el esfuerzo que debe realizar todo escritor: entregarse a unos trabajos de los cuales se desconoce la verdadera utilidad, ser el observador, el humillado, y recibir la herencia del fabulador anterior ya sin prestigio cuya capacidad para el vaticinio o la sorpresa ha sido negligida. Finalmente, con los atributos que le son propios, su heredero —la voz del relato— descubre la naturaleza cíclica de la existencia y desaparece de la escena. La expresa voluntad circular de la novela compromete la identidad de ese mismo escritor y la individualidad del lector que se enfrenta a partir de entonces al déjà vu.
La misma oralidad y emergencia del texto como un testimonio contado corresponden a la diáspora de la vida del creador. Indefectiblemente, la palabra significa exilio y soledad. Inútilmente los otros personajes expresan sus ideas: repiten, son ecos de su propia personalidad y sólo alcanzan a caricaturizarse entre sí. El fabulador se aplica en la admiración callada, se gana las simpatías de villanos y señores y acepta como último recurso el traje de su antecesor.
La mort del fabulador es, pues, una parábola del papel del escritor. Y como tal se produce en un paisaje no menos enigmático. Si L’extinció de Sebastià Alzamora recrea una figura dolorosa del novelista, solo ante el vacío, Farràs proclama esa misma condición desde el paisaje absurdo, cómico y deforme de un circo añejo, felliniano, donde nada parece ser cierto. Pero a un tiempo, esa extemporaneidad del lugar le confiere una gran fisicidad. La gigante, los enanos, la trapecista, el intendente actúan bajo los espejos de lo deforme. El escritor se enfrenta así a una jerarquía conocida pero no por ello menos embaucadora. No en vano la risa que provocan añade una mayor miseria moral a sus papeles. Sólo estará libre de peaje la pareja amorosa que él protege a través de su pluma. Nadie posee el monopolio de la verdad y quien habla es duramente castigado en ese círculo extraño. En realidad, se trata de una metáfora: el circo como espacio humano y ajeno, cargado de pobreza y de espectáculo, anclado en la producción caótica del gesto y respaldado por pequeños seres envidiosos contrasta con ese otro espacio vacío, el mar, abismo de lo incontado: “Abans del circ tot era com un vel en blanc, un mar immens, el buit sense records”.
A través de esta figuración irónica tan fílmica asistimos al verdadero leit motiv, la escritura en tanto que proceso. Porque si, internamente, el texto parodia situaciones recogidas en la imagen en movimiento, la reflexión final sólo se debe al texto. La historia, la verdadera historia de la novela, no es la trama dulzona de una desdeñosa trapecista y un extranjero, ni siquiera la máquina burocrática que tan absurdamente se impone en la actividad del circo. El tema de verdad es trágico: la muerte del fabulador, que ocurre con total indiferencia de los personajes. La historia, que se ha desarrollado a través de los sentidos (resulta evidente el peso de los objetos, la comicidad de los gestos, el movimiento de los aperos de la farsa), acaba con esa exigencia tan calviniana de la levedad y la muerte, otra forma de escritura, apenas notada.
Quizás el verdadero trabajo del escritor sea ése: el de la permeabilidad con que se impone en ese espacio para luego desaparecer de él, el de su capacidad proteica ante lo irracional de la existencia, en un mundo instintivamente cruel en que se suplanta lo auténtico y se multiplica el error con excesiva facilidad. En que incluso el escritor debe encanallarse para salvar su propia voz en la borrosa escenografía del universo que no pacta con él. De modo que, a través de su viaje, descubrimos la perplejidad de todos, el ahogo del mito víctima de su propia imagen y lo insignificante al fin de esta pequeña corte que desaparece como las hojas en otoño: “Tots nosaltres, però, ens movíem en el terreny de la petita comèdia. La nostra era una historia modesta, gens significant, i ni els desenganys ni les traïcions, que hi eren, arribaven a tenir la dimensión de la crueltat”.
Se ha dicho que la novela del siglo XX intenta, antes que presentar un mundo estable, incomodar al lector. Que el circo era la máscara de la tristeza ya lo sabíamos. Aquí naufraga la ciudad de la que se huye, se pierde el mundo significante de la fabulación y envejecen las formas, los tópicos y los símbolos. Como un interminable vertedero de todo lo humano, el paisaje de los cretinos anula cualquier pasado y da muerte al hacedor de historias.
Farràs, heredero de las voces más relevantes de la novela universal, construye una ficción impecable, cargada de sentido y nada excusable dentro del panorama narrativo actual.
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Susanna Rafart (Leer, desembre 1999)
(Fragment de l’estudi “Las casas de la novela”)
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Pasqual Farràs en La mort del fabulador habla de la invisibilidad del escritor, en una segunda muerte en un mundo histriónico y absurdo. ¿Realismo? (…) … un escritor vive de su mundo mental. El mundo de Farràs no es la ciudad que conocemos: toda la miseria y la grandeza del hombre se forja en un circo apostado en una playa solitaria.
Al término del milenio, el escritor está solo: ya no es el oráculo, ni el memorialista de su sociedad, ni el prestidigitador hábil en técnicas y hechizos. Está empíricamente solo. Tanto como el poeta. Lo demás es negocio, listas de ventas, alfabeto posible. El fabulador de verdad, com el protagonista de Farràs, se vuelve invisible, no es necesario. Empieza a mirar la existencia desde el otro lado.
Al fin y al cabo, la literatura es siempre problemática: la precognición del mundo que posee el fabulador lo convierte inevitablemente en un profesional de la mentira.